RACISMO

(foto de la Agencia Reuters)

El lunes 25 de mayo George Floyd, 47 años, negro, moría mientras el policía Dereck Chauvin le aplastaba el cuello con su pierna. De nada valieron los gritos y advertencias de quienes presenciaron –y grabaron- el incidente, insistiendo en que el detenido tenía problemas para respirar. De nada valió la súplica del propio Floyd, hoy convertida en grito de guerra por las calles ardientes de Minneapolis y de medio USA.. “no puedo respirar”. Chauvin y los tres agentes que le acompañaban habían detenido a Floyd como sospechoso de pagar con un billete falso de 20 €; le dieron el alto, lo sacaron del coche por la fuerza, lo tumbaron, lo inmovilizaron y dejó de respirar bajo la rodilla de un matón policial que acumulaba más de 17 denuncias por sus actuaciones “irregulares”.

América estalla convulsionada por un nuevo crimen racial. Porque eso es, ni más ni menos, el caso Floyd, un nuevo crimen racial. Ni el “incidente médico” en que quisieron convertirlo en las primeras horas las autoridades policiales (hasta que decenas de grabaciones con móviles desmontaron las mentiras de los agentes), ni el homicidio imprudente del que acusan a Chauvin. Porque más allá de la petición de la Fiscalía, está claro que la muerte por asfixia de George Floyd es un suma y sigue en la cadena de muertes racistas que suceden cada año en USA. Es racismo. Puro y duro. Racismo del de siempre, de que no superan algunos millones de personas en un país construido sobre grandes derechos pero, también , a costa de grandes déficits.

Minnesota entero arde y las movilizaciones alcanzan a la mayoría de los Estados. Disturbios, protestas, llamas, ataques a propiedades, barricadas callejeras.. mientras Trump incendia Twitter y la Guardia Nacional intenta no revivir (pese al empeño presidencial) los gravísimos días del 92 en Los Ángeles, que se saldaron con decenas de muertos. Y en medio del caos, el mundo del pensamiento trata de averiguar cómo es posible que en la USA post Obama, el riesgo de los varones negros de morir a manos de la policía siga triplicando el de los hombres blancos.. O cómo es posible que siga castigándose de manera diferente, en los Tribunales, la muerte de una persona negra y la de una blanca.

 Minneapolis es la ciudad más poblada de Minnesota. Tiene sólo un 20% de población de color pero ha vivido ya varios incidentes raciales. En Sanint Paul, la segunda ciudad más poblada, en 2016 un policía asesinó a Philando Castle, un hombre negro que viajaba en su coche junto a su novia  su hija pequeña. El policía fue absuelto porque alegó haber “sentido miedo”. Al año siguiente, en Minneapólis, una mujer australiana que había denunciado una agresión sexual, bajó a la calle y se acercó a un coche de policía, un agente le disparó y la mató; fue condenado por homicidio. El agente se llamaba Mohamed Noor y era negro.

La muerte de Floyd no será la última, seguramente, pero todo parece indicar que la consciencia sobre el grave problema que aqueja a la sociedad norteamericana se abre paso en buena parte de la misma. Comunicados y mensajes de miembros destacados de la comunidad negra americana vuelan por las redes sociales recordando a George Floyd y exigiendo justicia. Las llamadas a la calma se suman a los análisis de quienes tratan de poner cordura en medio de la chaladura trumpista. El racismo americano pervive y se aprovecha de la actitud pacífica y del incremento de formación de la comunidad negra, explicaba hace un par de noches un periodista americano. Un analista, conocedor de la sociedad actual, añadía: “La suerte de USA ha sido que no ha emergido en la comunidad negra una organización terrorista que utilice el odio racial como gasolina; hubiera sido terrible”. Ojalá la reflexión y conciencia social ganen la batalla definitiva al racismo que aún pervive en la nación más poderosa del mundo. Será tarde para George Floyd, pero tal vez su hija llegue a vivir en un país en el que nacer negro no se convierta en un riesgo de ser asesinado por la policía.

Una cuestión de justicia social

(foto del diario LA VOZ DEL TAJO)

En el año 1990 el Gobierno de Felipe González aprobó la creación de las llamadas Pensiones No Contributivas. Eran un elemento más del incipiente sistema de prestaciones económicas de la Seguridad Social que venía a cubrir un hueco importante: el de aquellas personas que por distintos motivos no habían podido contribuir a lo largo de su vida laboral y no tenían derecho a pensión. Había millones de personas en esa situación en una España que en la década de los sesenta inició la creación de un sistema unitario aunque pervivieron muchos organismos superpuestos y en el que quedaban numerosas situaciones sin respuesta.

En aquél momento “expertos” y agoreros de todo pelaje anunciaron una hecatombe económica y no pocas voces se sumaron a intentar desacreditar una medida no sólo justa sino inteligente, que dotaba a las administraciones de una herramienta para ayudar a familias con menos recursos y espoleaba el consumo en aquella España “pre olímpica”. Naturalmente ninguno de los riesgos anunciados se cumplió y las PNC se han convertido en un instrumento que ha tenido un larguísimo recorrido hasta la actualidad, en que siguen formando parte del, ya  complejo y diverso, entramado de la Seguridad Social.

Mi abuela tenía 85 años. Había criado en solitario a sus dos hijos, había trabajado toda su vida y había ayudado a criar y educar a sus nietos, especialmente a mí. Nunca tuvo propiedades ni contratos; sólo trabajo y esfuerzo para que sus hijos y sus nietos pudieran vivir y trabajar en una situación diferente a la suya. No cotizó. En aquél 1990 empezó a cobrar una pequeña cantidad mensual que atesoró como el mayor de sus logros. Recuerdo cómo repartía entre nosotros, ahorraba y todo el año guardaba una parte “por si acaso”. Murió cuatro años después pero estoy segura que pocas cosas como aquella pensión le hicieron más ilusión. Para ella fue como el reconocimiento a todo el esfuerzo hecho durante una vida nada fácil.

Ahora, treinta años después, otro gobierno también presidido por un socialista, Pedro Sánchez, aprueba el llamado Ingreso Mínimo Vital, una prestación económica similar a la que hace años existe en distintos países y en la misma senda que están tomando buena parte de las democracias europeas que todavía no contaban con una ayuda similar. Son tres mil millones de euros que llevarán a unos 850 hogares una cantidad que les permita subsistir con una cierta dignidad. Se calcula que llegará a casi dos millones y medio de personas, del que medio millón aproximadamente serían menores. 

Se oyen las mismas (parecidas) voces que hace treinta años anunciaban el apocalipsis, desacreditando una medida “que perpetúa la pobreza”, según afirman los defensores de la gran mentira de occidente, esa que dice que si trabajas suficiente nunca vas a tener ningún problema para sobrevivir, e incluso hacerte millonario. Como si a la pobreza la espantase la voluntad o el sudor. Como si a la pobreza no le sobrasen motivos -estructurales, coyunturales, económicos, colectivos o individuales- para instalarse y quedarse, para limitar futuros y restar posibilidades, para pesar como una losa sobra las cabezas.

Pero es igual, a pesar de las voces y los agoreros, el Ingreso Mínimo Vital ha venido para quedarse. Hay medidas que justifican una Legislatura o una vida dedicada a la política. Lástima que el ruido del Congreso, las boutades de unos y otros y la tensión de corto alcance no nos permita celebrar que las luces largas de la política social se han abierto paso.

EL PODER DE LO LOCAL

(foto de archivo municipal)

El día 13 de marzo, apenas unos minutos después de que se decretase el Estado de Alarma, el Concello de A Coruña lanzaba una batería de medidas para mantener el apoyo económico, material y social a todas las personas usuarias de los distintos programas de Benestar e Igualdade y anunciaba la puesta en marcha de mecanismos que evitasen la perdida de recursos de las familias más vulnerables. Un servicio de voluntariado específico –con más de quinientas personas- y la coordinación con Protección Civil, la Cruz Roja y otras entidades sociales han permitido el reparto de alimentos desde el primer día: usuarios de becas comedor,  talón restaurante, personas mayores que viven solas, familias usuarias de los comedores sociales, asentamientos de infravivienda.El 20 de marzo estaba ya a pleno rendimiento el albergue temporal para personas sin techo en el Pabellón de Riazor, instalado con el apoyo del Ejército. Actividades deportivas, educativas y culturales on line, aplazamiento de impuestos, desinfección de espacios públicos y un dispositivo especial para víctimas de maltrato se implantaron en los días siguientes.

El ayuntamiento coruñés desplegó una capacidad de gestión que demostraba previsión y análisis. Pero no fue el único. Lugo, Culleredo, Ames, Camariñas, Xinzo, Betanzos, Valdoviño, Ortigueira, Monforte, Neda, Barbadás, Muxía o Pol. Desde la desinfección de las calles a definir nuevos servicios del SAD. Desde llamadas diarias a personas que viven solas a dispositivos para que los chavales puedan seguir haciendo sus deberes aunque no tengan internet. Desde el reparto de alimentos o medicación a cantarle el “cumpleaños feliz” a los peques que tienen que pasar la fiesta en pleno confinamiento.

Grandes y pequeños, muchos ayuntamientos se han convertido en el mayor apoyo de sus vecinos en esta alerta sanitaria. Lo han hecho gobiernos locales de larga experiencia en la gestión como Ares o Vigo pero también recién llegados como Cee, A Cañiza o el propio ejemplo coruñés, demostrando que lo realmente importante era el compromiso social y la plena consciencia de que sus vecinos y vecinas les necesitaban ahora. Lo han hecho, además, sin perder un segundo en reproches a nadie y sumando al tejido social dando un ejemplo de lealtad del que debieran aprender otras administraciones. Y lo han hecho con rapidez, siendo conscientes de qué necesitaban en estos momentos las familias; sirva de ejemplo que la Concellería de Benestar de A Coruña programó el reparto de alimentos de menores usuarios de becas comedor desde el día siguiente a la finalización de las clases mientras la Xunta anunció aún el día 30 de marzo (diecisiete días después de decretado el Estado de Alarma) que se abría una convocatoria para apoyar a familias usuarias de becas comedor autonómicas.

Durante los últimos treinta y cinco años el desarrollo pleno del Estado de las Autonomías permitió descentralizar servicios y administración de manera casi única en Europa. Los Gobiernos autonómicos adquirieron competencias prácticamente plenas en temas como educación, sanidad, igualdad, consumo o política social y muy amplias en otros ámbitos como transportes, medio ambiente e infraestructuras. La descentralización nunca alcanzó el nivel local; bien al contrario, el debate político se centró durante décadas en la financiación autonómica y en una suerte de lucha con el poder estatal para tratar de arrancar nuevos niveles competenciales, pero de ese debate quedaron excluidos los ayuntamientos. Es más, de alguna manera el ámbito local se trató como una “administración menor”, incapaz de gobernarse a sí misma, que debía ser “fiscalizada” y sometida a los designios de los Ejecutivos autonómicos.

En plena crisis económica Montoro decidió recortar aún más la autonomía municipal, asfixiarlos económicamente y dejarlos sin capacidad de acción ni de decisión. Por cierto, en aquél momento no hubo revuelo mediático alguno ni tampoco cuando, pasados los años de la austeridad, el presidente de la FEMP, Abel Caballero, tuvo que litigar durante meses para intentar mejorar, al menos un poco, la situación económica de los municipios. Eso sí, a lo largo del periodo de la crisis fueron de nuevo los ayuntamientos con más compromiso social quienes debieron dar apoyo a las familias aunque una vez más, se ponía en cuestión capacidad, solvencia y rigor municipal cuando no se les señalaba como causantes de la crisis.

Lo cierto es que en estas cuatro décadas de municipios democráticos muchos ayuntamientos no sólo resolvieron los principales problemas de sus vecinos sino que abanderaron iniciativas que modernizaron y mejoraron de una manera sustancial la calidad de vida de pueblos, villas y ciudades. Redes de escuelas infantiles, centros de día, escuelas deportivas y hasta conservatorios, bandas, teatros u orquestas sinfónicas. En el año 2006 la entonces Conselleira de Educación, Laura Sánchez Piñón, anunció su intención de que la totalidad de los colegios públicos contasen con servicio de comedor; en el debate parlamentario afirmó: “queremos extender el modelo coruñés a toda Galicia”. A Coruña llevaba entonces dos décadas implantando servicios de conciliación y complementarios en los centros educativos, en colaboración con las ANPAs. Es sólo un ejemplo; uno más.

Los concellos han vuelto a demostrar su capacidad de gestión y su agilidad. Los dispositivos para atender a mayores solos y menores han sido espectaculares y, en muchos casos, la única esperanza. Espero que, cuando esta crisis termine y a las ocho de la tarde ya no estemos aplaudiendo en las ventanas sino tomándonos un café con los amigos no olvidemos que aquello de “actuar localmente” era algo más que un slogan bien traído. Espero que, cuando los sesudos análisis vuelvan a intentar colocarnos aquello de que sobran ayuntamientos y algún Conselleiro (o Conselleira) se ponga estupendo señalando las carencias municipales, les recordemos –a los columnistas y a los estupendos- que cuando tocaron bastos miles de vecinos y vecinas supieron a qué puerta llamar. Enhorabuena y muchas gracias!