(foto del diario LA VOZ DEL TAJO)
En el año 1990 el Gobierno de Felipe González aprobó la creación de las llamadas Pensiones No Contributivas. Eran un elemento más del incipiente sistema de prestaciones económicas de la Seguridad Social que venía a cubrir un hueco importante: el de aquellas personas que por distintos motivos no habían podido contribuir a lo largo de su vida laboral y no tenían derecho a pensión. Había millones de personas en esa situación en una España que en la década de los sesenta inició la creación de un sistema unitario aunque pervivieron muchos organismos superpuestos y en el que quedaban numerosas situaciones sin respuesta.
En aquél momento “expertos” y agoreros de todo pelaje anunciaron una hecatombe económica y no pocas voces se sumaron a intentar desacreditar una medida no sólo justa sino inteligente, que dotaba a las administraciones de una herramienta para ayudar a familias con menos recursos y espoleaba el consumo en aquella España “pre olímpica”. Naturalmente ninguno de los riesgos anunciados se cumplió y las PNC se han convertido en un instrumento que ha tenido un larguísimo recorrido hasta la actualidad, en que siguen formando parte del, ya complejo y diverso, entramado de la Seguridad Social.
Mi abuela tenía 85 años. Había criado en solitario a sus dos hijos, había trabajado toda su vida y había ayudado a criar y educar a sus nietos, especialmente a mí. Nunca tuvo propiedades ni contratos; sólo trabajo y esfuerzo para que sus hijos y sus nietos pudieran vivir y trabajar en una situación diferente a la suya. No cotizó. En aquél 1990 empezó a cobrar una pequeña cantidad mensual que atesoró como el mayor de sus logros. Recuerdo cómo repartía entre nosotros, ahorraba y todo el año guardaba una parte “por si acaso”. Murió cuatro años después pero estoy segura que pocas cosas como aquella pensión le hicieron más ilusión. Para ella fue como el reconocimiento a todo el esfuerzo hecho durante una vida nada fácil.
Ahora, treinta años después, otro gobierno también presidido por un socialista, Pedro Sánchez, aprueba el llamado Ingreso Mínimo Vital, una prestación económica similar a la que hace años existe en distintos países y en la misma senda que están tomando buena parte de las democracias europeas que todavía no contaban con una ayuda similar. Son tres mil millones de euros que llevarán a unos 850 hogares una cantidad que les permita subsistir con una cierta dignidad. Se calcula que llegará a casi dos millones y medio de personas, del que medio millón aproximadamente serían menores.
Se oyen las mismas (parecidas) voces que hace treinta años anunciaban el apocalipsis, desacreditando una medida “que perpetúa la pobreza”, según afirman los defensores de la gran mentira de occidente, esa que dice que si trabajas suficiente nunca vas a tener ningún problema para sobrevivir, e incluso hacerte millonario. Como si a la pobreza la espantase la voluntad o el sudor. Como si a la pobreza no le sobrasen motivos -estructurales, coyunturales, económicos, colectivos o individuales- para instalarse y quedarse, para limitar futuros y restar posibilidades, para pesar como una losa sobra las cabezas.
Pero es igual, a pesar de las voces y los agoreros, el Ingreso Mínimo Vital ha venido para quedarse. Hay medidas que justifican una Legislatura o una vida dedicada a la política. Lástima que el ruido del Congreso, las boutades de unos y otros y la tensión de corto alcance no nos permita celebrar que las luces largas de la política social se han abierto paso.